Mi infancia

Nací en una isla, en la isla canaria de La Palma. Allí me criaron y me crié porque por aquellos tiempos, uno no tenía más remedio que ayudar a criarse. Salí de mi pueblo para nacer y en un puñado de ocasiones más, antes de irme a emprender estudios universitarios, así que con certeza puedo decir que San Andrés y Sauces y en concreto La Quinta Zoca, fue casi el único escenario de mis primeros años de vida.

Estas circunstancias, el haber nacido en una isla, y muy especialmente en La Palma, salir en contadas ocasiones de mi pueblo, y haber ayudado a criarme, determinaron mi forma de ser, algo introvertida, con ansias de emprender el vuelo, constante y luchadora. Bueno, quizás esta última cualidad la heredé de mi madre, Dolis, mujer incansable a la que nunca he visto desfallecer a pesar de las difíciles momentos que la vida le tenía preparados.

Las veredas, el mar, el barranco, las huertas y los caminos de tierra fueron el escenario perfecto para que mis hermanos, mis primas, primos y yo representásemos las primeras escenas de juegos infantiles.

Nada se nos resistía porque conocíamos el escenario como la palma de nuestra mano. Alicia y yo teníamos localizado aquel guayabo y siempre dábamos buena cuenta de sus frutos; Luisito, Manolito y Santiago aferrados a sus guitarras que no paraban de sonar en todo el día, mi hermana Evi y Sandra, siempre entretenidas en qué se yo, silenciosas, a su aire y Evi la de Hortensia en un bando u otro según soplara el viento esa tarde. Nieves, Carmen, Elena y Ana nos llevaban unos años por lo que ya andaban con otros pensamientos y en otras vueltas…ya saben a lo que me refiero y rara vez se unían a nuestros juegos.

Durante la alcaldía de don Antonio, los vecinos se unieron, ampliaron el camino y le pusieron una capa de cemento y unos años más tarde, las farolas del pueblo se encendieron. Fue entonces cuando el barrio fue nuestro de verdad. Nos convertimos en los reyes de la pista de La Quinta Zoca. Lo teníamos todo, una pelota desinflada, un lazo que de seguro se usó para atar alguna cabra y que nos servía de comba, un elástico con el que saltar de aquí para allá, trompos, boliches, bellotas de plátanos, sombrillas y flores que crecíann a las orillas del barranco. Nada de radio cassette, bicicletas ni patines eran todo un lujo y llegaron al barrio mucho más tarde.

El mar, el sonido del mar agitado, rompiendo con fuerza en Punta Cumplida, me acompañó siempre donde quiera que me encontrara. En aquellos primeros días en La Laguna más de una vez medio dormida, medio despierta muchas veces traté de escucharlo. El mar y mi Varadero, donde tantas mareas me esperaron a la llegada del verano. Un Varadero que fue la salvación de muchos de los vecinos del pueblo y también de mi familia. Gracias a él nunca nos faltaron burgados, lapas y erizos cuya tarea era de las mujeres, los pulpos y los cangrejos de los que se encargaba mi padre Pedro, que conoce muy bien cada una de las cuevas y las morenas y las hacas que eran tarea de mi abuelo.

Recuerdo llegar al Varadero por la vereda de tierra. Es una lástima que no se intente rehabilitar este y otros caminos que hoy en día casi han desaparecido, aunque solo sea para que las nuevas generaciones comprendan mejor la historia de nuestro pueblo y lo que el Varadero supuso para los sauceros y en especial para los vecinos de la costa.

Fui alumna de una de esas escuelas que se sembraron en los barrios del pueblo para combatir el alto analfabetismo que por aquel entonces había. La escuela de El Cardal, esperó por mí antes de cerrar las puertas, un año antes de que se abrieran las del nuevo colegio de Los Salones. Allí cursé mi primer año de primaria. Un recuerdo imborrable a pesar de que por aquel entonces tenía seis años.

En el segundo pupitre de la fila de la izquierda de la tres que había, pasé el curso sentada junto a Nieves Luz, yo cursando primero y ella segundo. Con la mejor compañera de pupitre que pude tener inicié mis estudios. Pronto supe que los libros formarían una parte importante de mi vida porque disfrutaba cada día escuchando a don Manolo, mi primer maestro.

Por aquel entonces continuaba colgada en la pared la foto de El Generalísimo a pesar de que ya en muchas instituciones lucía la fotografía de Los Reyes. Yo creo que nadie se atrevía a descolgarla.

Muchas son las anécdotas que recuerdo de mi primer año escolar, el campo de fútbol al que los chicos dieron forma en una huerta que se encontraba al final de la pista, los recreos saltando las huertas, el retraso diario de los chicos y chicas de El Melonar que siempre estaban cogiendo briñuelos

y ranas en algún tanque, los partidos de futbol, la limpieza de los baños como castigo, los reglazos que otros siempre se llevaban (recuerdo a Zoilo regla en mano pasearse por los pasillos en busca del primero que hablara para darle su merecido) y recuerdo a Santi y Luisito, mis cuidadores en la ida y en la vuelta a los que mi madre inocentemente me había encomendado porqu iban más pendientes de los lagartos que de mí. Íbamos a El Cardal por la orilla de la carretera o por el medio, en aquellos años esto casi no importaba.

La celebración de mi Comunión, con un bizcochón y poco más, como tiene ser. Bastante suerte tuve de estrenar traje por ser la mayor.

La Llegada de los Reyes Magos siempre con el regalo más útil. En la casa de mi madrina, tía Elda y en la casa de la madrina de mi hermana, tía Nieves, los Reyes hacían parada obligatoria y dejaban a nuestros nombres unas lindas muñecas con las que toda niña sueña.

Tuve la suerte de conocer a mis bisabuelas, María a la que apodaban Pastora y María también, a la llamaban Jurona. Las dos fueron mujeres luchadoras y comprometidas a las que las desgracias de la vida, esas que te esperan de improviso, la prematura viudedad, las obligaron a remangarse las enaguas y buscarse la vida.

Mis abuelas fueron mis segundas madres. Mi abuela Maruca que nos calmó mucha hambre a mis hermanos y a mí, se encargaba de cosernos junto con tía Anuncia y tía Julia muchos de los vestidos que lucí en la fiesta de septiembre.

Mi abuela materna, Carmen, no solo se encargó de calmar el hambre, sino muchas de nuestras penas porque siempre estaba dispuesta a escucharnos. Su casa siempre olía a quesos de almendra al llegar La Navidad (y a las raspas calentitas que quedaban pegadas al caldero), a frangollo, natillas y queso fresco. La casa de mis abuelos maternos que se encontraba en la planta baja, a solo quince escalones de distancia de la de mis padres, siempre fue ese refugio donde encontrar tranquilidad para estudiar.

Cada vez que subíamos mis hermanos o yo a la plaza con mi abuela, siempre había alguna tela cisnada para recoger en casa de doña Emiliana, que mi madre como muchas de las mujeres de entonces bordaban con magistral belleza; algún zapato en don “Virialdo” para recoger o algo que comprar en la tienda de Armando.

Cuando todos los recados ya estaban hechos, ir a la librería de Pepita o de Valentín en busca de un nuevo cuento era obligatorio para mi abuela. Ella sabía muy bien que la mejor inversión estaba en una en aquellas librerías que tanto bien han aportado a nuestro pueblo. Y en último lugar la dulcería de Tona, antes de emprender la bajada por La Calzada.

Recuerdo ir poco a Santa Cruz de La Palma, por eso cada viaje se convertía en toda una aventura. La ciudad estaba tan lejos que solo se acudía a la capital por salud si don Luis o don Santiago así te lo recomendaban o en vísperas de las fiestas del pueblo para comprarte unos zapatos si no encontrabas el adecuado en la peletería de Ardenio y doña Isabel.

Estoy convencida de que la regla de las tres erres fue inventada allá por los años setenta, en nuestro pueblo pues de siempre recuerdo reutilizar algunos zapatos o vestidos, reciclar los envases de vidrio que llevabas a la venta de Silvestre para que te vendiera el envase lleno o reutilizar la talega del pan.

Espero que mis recuerdos sirvan para sacar una sonrisa a alguien bien sea porque pasaron también por los mismos escenarios que yo o porque han recordado la película que también ellos protagonizaron. Es lo único que pretendo.

El poder del corazón

Los seres humanos tratamos en todo momento de encontrar una explicación razonada a todo cuanto nos sucede, incluso, a las casualidades, en especial si un cúmulo de éstas acaba afectando a nuestra vida. No sé, si mi capricho y obstinado destino llevaba tiempo tramándolo todo, pero sí sé, que me esperó aquella mañana en el aeropuerto y no cesó en su empeño hasta asegurarse de que me fueran sucediendo un puñado de dulces casualidades que tenía preparadas para mí.

Quizás todo lo que me ha ocurrido solo sean simples coincidencias, emocionantes y alegres  coincidencias que un buen día se colaron sin previo aviso en el camino de mi vida y se empeñaron en abrir mágicamente la puerta de mi corazón, obligándome a hacer un alto en el camino, recordándome que soy una privilegiada a pesar de que ande todo el día entre quejas y lamentos, enseñándome que una simple sonrisa, un tierno gesto y unas dulces y consoladoras palabras tienen la capacidad de aliviar el sufrimiento y que paradójicamente, son gratis. Solo tenemos que asegurarnos de que debemos hablar con la voz que emana directamente del corazón para que se produzca la magia.

Confieso que en numerosas ocasiones he cometido el error de mirar para otro lado cuando siento que alguna situación puede trastocar mi cómoda y organizada vida. Muchas han sido las veces que me dije a mí misma cuando escuchaba que alguna embarcación procedente de la costa de África había llegado a Canarias, que este problema no iba conmigo, que eran otros quienes debían solucionarlo y pasaba página rápidamente. Pero hace unos días, como un bofetón que de vez en cuando te da la vida para que despiertes y actúes, esta trágica realidad de la inmigración esperó por mí junto a la puerta de embarque del aeropuerto.

La noche del jueves veintiuno de diciembre, con la primera de las coincidencias, comenzó a escribirse este mágico cuento de Navidad en el que la protagonista es una bonita amistad que no atiende a la razón sino al corazón.

A las ocho de la noche finalizaba mi jornada de trabajo con el cansancio acumulado de la semana, pensando en todo lo que tenía que organizar antes de irme a la cama porque al día siguiente, debía estar en el aeropuerto para tomar el primer vuelo con destino a Tenerife. Me hubiera venido mejor volar algo más tarde, pero no era posible porque las plazas estaban agotadas.

Aunque ya me había hecho a la idea de que me esperaba un buen madrugón, al llegar a mi casa quise comprobar una vez más si se había producido alguna cancelación de última hora. Entré en la página de la compañía y rellené mis datos. Origen, Lanzarote, destino, Tenerife Norte…Esperé unos segundos y … ¡No podía creerlo! Había quedado una plaza libre en el vuelo de la once y veinte. Así que, sin perder tiempo, me dispuse a efectuar el cambio.

̶ ̶ Su cambio de vuelo ha sido realizado ̶ ̶ dijo amablemente la joven que me atendió al otro lado del teléfono.

Después de pasar el control, me acomodé en una de las sillas para esperar el embarque mientras me entretenía con mi teléfono móvil. Tan absorta estaba en él que no me percaté de que un grupo de chicos de origen magrebí y subsahariano había formado fila india a mi lado. Me sorprendí al verlos, pero pronto comprendí que se trataba de un grupo de migrantes que iba a ser trasladado a uno de los dos dispositivos que hay en Tenerife.

Y comencé a mirarlos, disimuladamente primero y con descaro después. Me llamó la atención que, aunque todos eran mayores de edad, solo parecían niños asustados. No hablaron entre ellos, tampoco los vi esbozar siquiera una sonrisa como lo hubiera hecho cualquier joven de su edad, solo vi en sus caras una profunda tristeza y un cruel y escalofriante miedo. Vestían igual, chaquetón azul, pantalón de deporte negro y zapatillas negras. Imposible pasar desapercibidos.

Mientras los observaba pensé en todo lo que tuvieron que sufrir hasta llegar a Lanzarote, en el cruel desierto, en el traicionero mar al que tuvieron que hacer frente sentados en el cayuco mientras intentaban divisar en el horizonte las luces que les salvarían la vida, en el hambre y en el frío, en los rezos de sus familias, en las despiadadas mafias.

Pensé en los compañeros que no habrían podido soportar la dura travesía y en el camino de obstáculos que aún debían sortear hasta adaptarse a la vida en España, hasta que el maldito sistema del primer mundo decida acogerlos y aceptarlos.

̶ ̶ ¡Qué valientes! ̶ ̶ pensé ̶ ̶ y los miré y los miré y no pude evitar sentir lástima por ellos mientras escuchaba comentarios desafortunados que no merece la pena reproducir.

Pasados unos minutos, el vuelo 417 de la compañía Binter, efectuó su embarque a la hora prevista. Todos los pasajeros comenzamos a acceder al avión. Yo tenía asignado el asiento 15 D y como había transcurrido un tiempo y nadie se sentaba a mi lado, comencé a pensar que aquella plaza quedaría libre.

̶ ̶ Excuse me madame  ̶ ̶ dijo pidiéndome permiso un joven para acceder al asiento junto a la ventanilla.

Sí, mi compañero era uno de aquellos jóvenes que tanto miré minutos antes. Un chico subsahariano de unos treinta años, alto, delgado, de manos grandes, ojos rasgados y una pequeña barba.

El destino había intervenido de nuevo para que la segunda de las coincidencias se produjera, pero esta vez, mi maldita prudencia, esa que desde pequeña me enseñaron a tener con esas tonterías que siempre me dijeron que cada uno se solucione sus problemas y que no se puede ayudar a todos, me obligaron a encerrarme en mi mundo y a continuar con la lectura, aunque mi deseo fuese hablar con él. Confieso que lo intenté, intenté actuar tal y como me enseñaron, pero mi corazón me empujaba una y otra vez para que me atreviese a preguntarle su nombre, su país de origen, incluso se me pasó por la cabeza darle mi número de teléfono por si alguna vez necesitaba mi ayuda.

Sabía que el momento era ahora porque una vez abandonásemos las instalaciones del aeropuerto le perdería la pista para siempre y sería imposible contactar con él.
Pero tristemente, la razón terminó ganando al corazón. Al bajar del avión seguí sus pasos con mi mirada y lamentablemente lo dejé ir.

En ese mismo momento comprendí que nunca más volvería a ver a aquel joven y una angustia constante comenzó a culpabilizarme porque estaba segura de que necesitaría mi mano para poder continuar su viaje.

Mi culpabilidad me acusaba preguntándome cómo pude dejarlo marchar sin darle mi número de teléfono, cómo no me atreví siquiera a preguntarle su nombre.

Aquellos días fueron tristes para mí. Sí, lo sé. Seguro que tú también te estás preguntando cómo podía echar de menos a una persona que no conocía. Lo siento, no puedo responderte. Ni yo misma lo sé. Lo que sí sé, es que mis sentimientos eran reales.

Ni el transcurso de los días pudieron borrar de mi pensamiento aquella triste imagen que había presenciado. A esta sociedad, la nuestra, la que se enorgullece de llamarse occidental y desarrollada, aún le queda mucha hipocresía por enterrar.

Aquella fila, era la de la discriminación y la de la vergüenza, eso sí, enmascarada bajo las buenas palabras, bajo la excusa del protocolo y de la ropa limpia, la fila de la marginalidad
aceptada por todos.

La tarde del veintinueve de diciembre, decidí que no podía seguir de brazos cruzados y con total determinación comencé la difícil tarea de buscar a aquel joven que había balanceado mi vida de confort.

Sabía que era una tarea difícil porque ya habían pasado siete días desde aquel vuelo, porque había aproximadamente dos mil migrantes entre los dispositivos de Las Raíces y Las Canteras y porque los traslados a la península se producían con gran rapidez.

Además, no podía buscarlo personalmente en Tenerife porque ya estaba de regreso a Lanzarote.

̶ ̶ Será difícil encontrarlo, me repetía una y otra vez. Apenas sé nada de él ¿Qué podía hacer? ¿Quién podría ayudarme?

Los pocos datos de que disponía eran muy comunes, pero tenía que intentarlo, por él y egoístamente por mí.

Poco podía averiguar desde Lanzarote, pero aún así consulté a miembros de la Cruz Roja y hablé con responsables de los dos centros de migrantes. No necesité explicaciones, sus caras de asombro me lo decían todo.

Además de su físico, sabía de él que hablaba inglés porque cuando estábamos a punto de llegar a nuestro destino, cruzamos unas palabras.

Había perdido su comprobante de vuelo y aunque le dije varias veces que era un documento que carecía de importancia continuó buscándolo con desesperación hasta encontrarlo. Entendí, que cuando estás en situación de vulnerabilidad, cualquier documento por simple que sea, te
parece importante.

Al día siguiente, me pareció buena idea anotar cada detalle que recordaba, cada curiosidad. Tenía más deseos que pruebas, pero con los pocos datos de que disponía, pedí ayuda a todas las personas que pudieran echarme una mano, en especial a las asociaciones de migrantes y a los voluntarios que se acercan a diario hasta los
campamentos. También envié mensajes a través de las diferentes redes sociales esperando que alguien me respondiera.

Muchos contestaron. Todos fueron muy amables, pero todas las respuestas me desilusionaron. Sentí que poco o nada les importaba mi preocupación. Incluso aquellos que presumen de abanderados en los medios de comunicación se limitaron a darme una disculpa que sonaba a mentira.

̶ ̶ Imposible, es como buscar una aguja en un pajar.
̶ ̶ Te deseo mucha suerte y te felicito por tu bonita iniciativa.
̶ ̶ Lo siento, pero no es posible, sin nombre o fotografía es muy difícil.

Me sentía muy triste porque nadie mostró interés alguno por ayudarme, nadie comprendió mis sentimientos. Probablemente muchos se preguntarían quién en su sano juicio deseaba ayudar a un migrante por el simple hecho de haber coincidido con él en un avión. Éste sería el pensamiento lógico de quienes presumimos de llamarnos humanos.

Quizás, solo quizás, pudieron haberme respondido que preguntarían a los chicos que salen a diario del dispositivo si conocían a algún compañero que hubiese llegado el día veintidós de diciembre o simplemente que lo intentarían, pero todos optaron por la respuesta fácil.

Dos días después no recibía ninguna noticia esperanzadora, así que a pesar de que deseaba con todas mis fuerzas encontrar a aquel muchacho, comencé a darlo todo por perdido. Disculpé a mi culpabilidad ocultándola bajo mi resignación y le deseé de todo corazón que algún día pudiese alcanzar por el camino del bien todos los sueños que vino persiguiendo. Intentaba con mis buenos deseos colocar sobre mis sentimientos y mis pensamientos, un escudo protector que me liberara de toda culpa.

Pero mi dulce destino, que me observaba de cerca, volvió a usar la magia para mí y comenzó a organizar secretamente la tercera de las coincidencias.

̶ ̶ Sé quién puede ayudarte. ̶ ̶ Me escribió mi tía Luisa alegremente.
̶ ̶ ¿Quién? ̶ ̶ Le pregunté incrédula pues ya había perdido toda esperanza.
̶ ̶ La pareja de Julieta trabaja en el dispositivo de Las Raices. Es un buen chico, si le pides que te ayude, lo hará. ¿Quieres que le pregunte si puede echarte una mano?
̶ ̶ ¡Claro que sí! ̶ ̶ le respondí ̶ ̶ Cómo iba a responder que no. Ésta era la única y última esperanza que tenía.

Así que después de darle a mi tía los datos que me parecían de mayor interés, esperé pacientemente que se produjera el milagro.

Esperanza, incredulidad y nervios se mezclaron en un primer momento en mis pensamientos.
Afortunadamente las buenas noticias se sucedieron muy rápidamente. No hubo tiempo
para desilusiones.

Por fin alguien creía en mí y estaba haciendo todo lo posible por ayudarme.
̶ ̶ Estamos accediendo a la lista de trasladados del día veintidós.
̶ ̶ Hemos localizado el módulo donde fueron alojados.
̶ ̶ El chico está localizado, se llama Ibrahim. Tiene tu número de teléfono.
Ibrahím, ¡Qué nombre tan bonito! ̶ ̶ pensé ̶ ̶ y no pude evitar que en ese mismo instante se me escaparan un puñado de lágrimas que mi corazón llevaba reteniendo varios días. Alegres lágrimas, felices y desahogadas lágrimas. Cuando los dulces sueños acarician nuestro corazón y se produce la magia, éstos se transforman en realidad.

Entonces, solo entonces, los colores de la felicidad son capaces de brillar incluso en un puñado de lágrimas.
Aquella misma tarde del día dos de enero, recibí la llamada que tanto había deseado.
̶ ̶ Hola, señora, soy Ibrahim. Así sonaron sus primeras palabras en un perfecto inglés en el que me perdí apenas unos segundos después de empezar a hablarme. Solo acerté a decirle que mejor nos comunicásemos por escrito porque mi torpeza con el idioma solo me permitía defenderme con la escritura.

Tras sus primeras palabras, su fotografía. Sus ojos grandes y almendrados solo me hablaron de tristeza. La seriedad de su rostro parecía obligar a sus labios delineados a silenciar tanto sufrimiento vivido. La perfección de sus facciones no podía ocultar tanta pena.

̶ ̶ ¡Qué guapo es mi niño! ̶ ̶ pensé.

Confieso que en un primer momento sus silencios prolongados tras mis preguntas, me hicieron dudar de él. A punto estuve de bloquear su número cuando le pedí la prueba definitiva que alejaría de mí todo atisbo de duda, una foto de su comprobante de vuelo, del mismo que días antes yo resté importancia. Estaba
completamente segura de que él aún lo conservaría.

Nunca me alegró tanto ver un resguardo de avión usado. Efectivamente correspondía al vuelo 417 del día 22 de diciembre, asiento 15 F.

De corazón le pedí perdón.
Desde aquella tarde de enero hablamos casi a diario y nuestra amistad se ha ido afianzando día a día.

Sé que aún es pronto para que asuma todo el sufrimiento que ha vivido, por eso no quiero atacarlo con preguntas dañinas y voy aceptando lo que poco a poco me va contando. Lo escucho, lo aconsejo y lo animo.

Aunque sus padres son naturales de Mali, Ibrahim nació en Sampa, ciudad de Ghana fronteriza con Costa de Marfil. Tiene treinta años y es el menor de ocho hermanos. En Sampa se crio y fue a la escuela. Domina varias lenguas y dialectos, el árabe, francés, inglés, hausa, asante y gao y ya está aprendiendo español.
Un día me contó que ésta no era la primera vez que lo intentaba. Hace unos años llegó a Libia con la esperanza de cruzar el Mediterráneo. Allí permaneció seis años esperando una oportunidad que no llegaba.

Una noche, mientras dormía en uno de los campamentos asignados para los refugiados, fueron asaltados por milicias afines al gobierno. Además de robarles lo poco que tenían, los hombres fueron golpeados y azotados con tubos de goma, mientras las mujeres fueron abusadas en presencia incluso de sus maridos y hermanos.
Sin fuerzas para continuar, emprende el camino de regreso a su casa. A la debilidad de su cuerpo se sumó la tristeza de su alma. Fue muy duro emprender el regreso con las manos vacías, pero el consuelo y comprensión de su familia sosegaría su tristeza.

Hace dos años, la fatalidad hizo que su padre enfermara y falleciera. Creo que ese fue el detonante definitivo que le obligó a intentarlo de nuevo.
Constantemente menciona a su familia como si éste fuera el único motor que le impulsa.
Con el dinero que consiguió reunir y con todos los ahorros de su hermano mayor, antes de que amaneciera, para evitar así la dura despedida, emprende de nuevo el camino hacia la libertad junto con su amigo Adom, al que siempre llama hermano. En Marruecos, permanece seis meses esperando su oportunidad que se presentó
de imprevisto la madrugada del quince de diciembre. Dos días más tarde, tras una dura travesía, la embarcación en la que viajaba llega por sus propios medios a la costa de Lanzarote.
̶ ̶ Por favor Ibrahim, habla con tus amigos para que no arriesguen su vida. Muchos mueren en el mar.
̶ ̶ Fue muy duro, estuvimos dos días en el mar, pero a veces, alguien tiene que arriesgar su vida para salvar a los suyos. Un día te lo contaré todo porque ya eres de mi familia.

Días más tarde, el cayuco en el que viajaba su amigo Adom, también consigue llegar a Tenerife y ambos amigos se reencuentran en el campamento de las Raíces.
Después de permanecer un mes en Tenerife, Ibrahim, acepta el traslado voluntario a la península.
El veinte de enero llega a Almería donde pensaba quedarse y pedir asilo político, pero su familia en Ghana le comunica que un primo lejano de su padre vive en Barcelona y ha prometido ayudarle.

̶ ̶ Tiene la misma sangre que mi padre, es mi hermano. Él me ayudará, me ha dado su palabra.

Si todos entendiésemos que nuestra palabra por sí misma debería ser un compromiso incondicional e inquebrantable, que cumplir con ella nos dignifica y nos enriquece ante nuestros ojos y ante los demás, nuestra vida sería muy diferente.
Desgraciadamente, en el mundo occidental hace tiempo que no solo éste, sino muchos otros valores se nos han escapado por la puerta de atrás sin darnos cuenta, ocultos en un sinfín de escusas absurdas. No sé bien en qué momento, alguien decidió que debíamos dejar constancia de todo, firmado, sellado y testimoniado. La confianza es hoy más desconfiada que nunca.

Gracias a la buena labor de la Cruz Roja, que le paga el billete de autobús de Almería a Barcelona, Ibrahim consigue reunirse con su familiar.

Él ha encontrado la protección de un hogar, pero muchos están obligados a vivir en condiciones precarias porque esta burocracia absurda les obliga a esperar tres años hasta poder solicitar su documentación.

Puedo entender que nuestro sistema esté colapsado.

España y sobre todo Canarias, con la limitación de su territorio y de sus recursos, no puede asumir la llegada masiva de migrantes. Pero, ¿qué esperaba el hombre blanco? ¿Expoliar el continente africano y que sus habitantes permanecieran impasibles siglo tras siglo?

Estamos pagando las consecuencias de tanta
usurpación que han tenido que soportar desde que los europeos se adueñaran de sus vidas, anularan sus costumbres, sus lenguas, sus creencias y delimitaran las fronteras en su propio beneficio.
Quizás, si los dejásemos en paz, si dejásemos de explotar sus minas y sus caladeros y no los asfixiásemos con tanta deuda externa, África no lloraría por la pérdida de tantos jóvenes que tienen que abandonar su pueblo en busca de una vida digna.

Ibrahím me dice constantemente que Europa le ha cambiado, que ya no es el mismo chico que salió de su pueblo, que sus deseos son otros. Realmente yo no creo que sea Europa quien le ha cambiado, sino todas las piedras con las que se ha ido tropezando en cada esquina del camino.

Afortunadamente, ninguna de ellas ha podido anular el optimismo con el que afronta su futuro. Refugiado en su religión musulmana y sus rezos, confía plenamente en que a partir de ahora, todo cambiará.
̶ ̶ ¡Insha’Allah, mommy! Rezo por ti y por tu familia. Este es el mejor de sus deseos que cada vez que hablamos me dedica.
Un día le pedí que tirara a la basura aquel abrigo azul de la vergüenza, en el que, aunque no lleve ningún escrito visible, puede leerse desde muy lejos una insensata advertencia, ¡cuidado, migrante ilegal!
Antes de que me lo preguntes te responderé. Sí, le he enviado dinero, si por dinero entiendes comprarle unos zapatos y recargar su móvil.

Bajo ninguna circunstancia debemos dejar pasar la oportunidad que se nos presenta, el momento es ahora, este ahora no volverá nunca. Si no lo aprovechamos pasará para siempre. No siempre el destino está dispuesto a esforzarse tanto.

Aprendamos a vivir como seres humanos.
“Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos
aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos”.

Martín Luther King.

Gracias a todos los que hicieron posible que todas estas felices coincidencias fueran sucediendo.

Gracias Paco, estaré eternamente agradecida contigo.

Gracias Ibrahim por enseñarme tanto, a cambio de tan poco.