Mi infancia

Nací en una isla, en la isla canaria de La Palma. Allí me criaron y me crié porque por aquellos tiempos, uno no tenía más remedio que ayudar a criarse. Salí de mi pueblo para nacer y en un puñado de ocasiones más, antes de irme a emprender estudios universitarios, así que con certeza puedo decir que San Andrés y Sauces y en concreto La Quinta Zoca, fue casi el único escenario de mis primeros años de vida.

Estas circunstancias, el haber nacido en una isla, y muy especialmente en La Palma, salir en contadas ocasiones de mi pueblo, y haber ayudado a criarme, determinaron mi forma de ser, algo introvertida, con ansias de emprender el vuelo, constante y luchadora. Bueno, quizás esta última cualidad la heredé de mi madre, Dolis, mujer incansable a la que nunca he visto desfallecer a pesar de las difíciles momentos que la vida le tenía preparados.

Las veredas, el mar, el barranco, las huertas y los caminos de tierra fueron el escenario perfecto para que mis hermanos, mis primas, primos y yo representásemos las primeras escenas de juegos infantiles.

Nada se nos resistía porque conocíamos el escenario como la palma de nuestra mano. Alicia y yo teníamos localizado aquel guayabo y siempre dábamos buena cuenta de sus frutos; Luisito, Manolito y Santiago aferrados a sus guitarras que no paraban de sonar en todo el día, mi hermana Evi y Sandra, siempre entretenidas en qué se yo, silenciosas, a su aire y Evi la de Hortensia en un bando u otro según soplara el viento esa tarde. Nieves, Carmen, Elena y Ana nos llevaban unos años por lo que ya andaban con otros pensamientos y en otras vueltas…ya saben a lo que me refiero y rara vez se unían a nuestros juegos.

Durante la alcaldía de don Antonio, los vecinos se unieron, ampliaron el camino y le pusieron una capa de cemento y unos años más tarde, las farolas del pueblo se encendieron. Fue entonces cuando el barrio fue nuestro de verdad. Nos convertimos en los reyes de la pista de La Quinta Zoca. Lo teníamos todo, una pelota desinflada, un lazo que de seguro se usó para atar alguna cabra y que nos servía de comba, un elástico con el que saltar de aquí para allá, trompos, boliches, bellotas de plátanos, sombrillas y flores que crecíann a las orillas del barranco. Nada de radio cassette, bicicletas ni patines eran todo un lujo y llegaron al barrio mucho más tarde.

El mar, el sonido del mar agitado, rompiendo con fuerza en Punta Cumplida, me acompañó siempre donde quiera que me encontrara. En aquellos primeros días en La Laguna más de una vez medio dormida, medio despierta muchas veces traté de escucharlo. El mar y mi Varadero, donde tantas mareas me esperaron a la llegada del verano. Un Varadero que fue la salvación de muchos de los vecinos del pueblo y también de mi familia. Gracias a él nunca nos faltaron burgados, lapas y erizos cuya tarea era de las mujeres, los pulpos y los cangrejos de los que se encargaba mi padre Pedro, que conoce muy bien cada una de las cuevas y las morenas y las hacas que eran tarea de mi abuelo.

Recuerdo llegar al Varadero por la vereda de tierra. Es una lástima que no se intente rehabilitar este y otros caminos que hoy en día casi han desaparecido, aunque solo sea para que las nuevas generaciones comprendan mejor la historia de nuestro pueblo y lo que el Varadero supuso para los sauceros y en especial para los vecinos de la costa.

Fui alumna de una de esas escuelas que se sembraron en los barrios del pueblo para combatir el alto analfabetismo que por aquel entonces había. La escuela de El Cardal, esperó por mí antes de cerrar las puertas, un año antes de que se abrieran las del nuevo colegio de Los Salones. Allí cursé mi primer año de primaria. Un recuerdo imborrable a pesar de que por aquel entonces tenía seis años.

En el segundo pupitre de la fila de la izquierda de la tres que había, pasé el curso sentada junto a Nieves Luz, yo cursando primero y ella segundo. Con la mejor compañera de pupitre que pude tener inicié mis estudios. Pronto supe que los libros formarían una parte importante de mi vida porque disfrutaba cada día escuchando a don Manolo, mi primer maestro.

Por aquel entonces continuaba colgada en la pared la foto de El Generalísimo a pesar de que ya en muchas instituciones lucía la fotografía de Los Reyes. Yo creo que nadie se atrevía a descolgarla.

Muchas son las anécdotas que recuerdo de mi primer año escolar, el campo de fútbol al que los chicos dieron forma en una huerta que se encontraba al final de la pista, los recreos saltando las huertas, el retraso diario de los chicos y chicas de El Melonar que siempre estaban cogiendo briñuelos

y ranas en algún tanque, los partidos de futbol, la limpieza de los baños como castigo, los reglazos que otros siempre se llevaban (recuerdo a Zoilo regla en mano pasearse por los pasillos en busca del primero que hablara para darle su merecido) y recuerdo a Santi y Luisito, mis cuidadores en la ida y en la vuelta a los que mi madre inocentemente me había encomendado porqu iban más pendientes de los lagartos que de mí. Íbamos a El Cardal por la orilla de la carretera o por el medio, en aquellos años esto casi no importaba.

La celebración de mi Comunión, con un bizcochón y poco más, como tiene ser. Bastante suerte tuve de estrenar traje por ser la mayor.

La Llegada de los Reyes Magos siempre con el regalo más útil. En la casa de mi madrina, tía Elda y en la casa de la madrina de mi hermana, tía Nieves, los Reyes hacían parada obligatoria y dejaban a nuestros nombres unas lindas muñecas con las que toda niña sueña.

Tuve la suerte de conocer a mis bisabuelas, María a la que apodaban Pastora y María también, a la llamaban Jurona. Las dos fueron mujeres luchadoras y comprometidas a las que las desgracias de la vida, esas que te esperan de improviso, la prematura viudedad, las obligaron a remangarse las enaguas y buscarse la vida.

Mis abuelas fueron mis segundas madres. Mi abuela Maruca que nos calmó mucha hambre a mis hermanos y a mí, se encargaba de cosernos junto con tía Anuncia y tía Julia muchos de los vestidos que lucí en la fiesta de septiembre.

Mi abuela materna, Carmen, no solo se encargó de calmar el hambre, sino muchas de nuestras penas porque siempre estaba dispuesta a escucharnos. Su casa siempre olía a quesos de almendra al llegar La Navidad (y a las raspas calentitas que quedaban pegadas al caldero), a frangollo, natillas y queso fresco. La casa de mis abuelos maternos que se encontraba en la planta baja, a solo quince escalones de distancia de la de mis padres, siempre fue ese refugio donde encontrar tranquilidad para estudiar.

Cada vez que subíamos mis hermanos o yo a la plaza con mi abuela, siempre había alguna tela cisnada para recoger en casa de doña Emiliana, que mi madre como muchas de las mujeres de entonces bordaban con magistral belleza; algún zapato en don “Virialdo” para recoger o algo que comprar en la tienda de Armando.

Cuando todos los recados ya estaban hechos, ir a la librería de Pepita o de Valentín en busca de un nuevo cuento era obligatorio para mi abuela. Ella sabía muy bien que la mejor inversión estaba en una en aquellas librerías que tanto bien han aportado a nuestro pueblo. Y en último lugar la dulcería de Tona, antes de emprender la bajada por La Calzada.

Recuerdo ir poco a Santa Cruz de La Palma, por eso cada viaje se convertía en toda una aventura. La ciudad estaba tan lejos que solo se acudía a la capital por salud si don Luis o don Santiago así te lo recomendaban o en vísperas de las fiestas del pueblo para comprarte unos zapatos si no encontrabas el adecuado en la peletería de Ardenio y doña Isabel.

Estoy convencida de que la regla de las tres erres fue inventada allá por los años setenta, en nuestro pueblo pues de siempre recuerdo reutilizar algunos zapatos o vestidos, reciclar los envases de vidrio que llevabas a la venta de Silvestre para que te vendiera el envase lleno o reutilizar la talega del pan.

Espero que mis recuerdos sirvan para sacar una sonrisa a alguien bien sea porque pasaron también por los mismos escenarios que yo o porque han recordado la película que también ellos protagonizaron. Es lo único que pretendo.